El viaje empieza en el Este, junto al mar. Hoy levanto el vuelo y pongo rumbo al Oeste, como el sol. Sólo que yo me bajo en Madrid, una ciudad en la que he vivido 38 años y a la que hace uno y medio que no he vuelto. Me froto las manos. La cosa promete. Desde lejos veo bullir todas las ideas que he venido a reclamar como propias. La primera de ellas, la de la misma ciudad, que sigue ahí, atrapada en esa intrincada maraña de autopistas, autovías, vias, carreteras, radiales, nudos, y circunvalaciones que la envuelven...Es la idea misma de la complejidad, es la representación perfecta de este mundo super complicado, que necesita de estructuras, infraestructuras, superestructuras, cada vez más aparatosas para intentar solucionar la complicación que está creando. Está bien, me sumerjo en ello, el corazón late con fuerza, es veriginoso, es intenso. La dimensión del tiempo cambia: cuatro días como cuatro semanas...y media.
Y la jornada comienza con el primer roce de la ciudad en mi piel, una sofocante sensación de familiaridad y de pérdida. Reconozco sus calles bajo el sol de mayo, a los transeúntes como viejos compañeros, las costumbres, los usos, los rituales, los códigos, los detalles cotidianos, las inigualables tostadas con mantequilla, ¡los inconfundibles camareros de Madrid! ¡con leche!¡mediana!¡cortado! ...Veo con claridad la necesidad que hay en mi mente de pertenecer a algún lugar, la urgencia por estar en casa en algún sitio. (Sólo en tu corazón) ¿eh? ¿Quién ha dicho eso?
Y también los personajes. Una niña de seis años con síndrome de princesa destronada, que quiere que cuando volvamos a la clínica, su hermana recién nacida se haya ido a China. Y adultos con miedo, miedo a los imprevistos, a las contingencias, a las interrupciones, a las contrariedades; adultos que defienden sus posiciones como baluartes inamovibles; la competencia, el uso, el interés; y un ser con un disfraz de esos que, como las cucarachas, repugnan a todo el mundo. (Disculpa hermana, no recuerdo cuanto te amo)
Y todo lo que dejé atrás. El amor, y el dolor en sus calles, en sus plazas, un hogar, mis enseres, una amiga, una hermana, un barrio, un color, una sabor, una textura, el corazón y el perdón y una lección. Mi gata Princesa, como siempre, se sienta en mi regazo y ronronea (el amor es eterno, el amor es eterno, el amor es eterno) Nada más.
Y después de la laberíntica locura del metro en la hora punta (corazones vulnerables, caras de bravucones), por fin llego al Oeste Celeste, un bar situado en una de las zonas más castizas de Madrid, entre Santa Isabel y Lavapiés. Está atardeciendo, la luz del sol poniente se cuela por las estrechas y pendientes callejuelas de la ciudad antigua, tiñéndolas de un tono anaranjado. Hay sorpresa, protestas cordiales y reencuentros. Y allí, en ese extraño lugar, como una aparición de otro mundo, un maestro que enseña con muchas palabras, pero yo sólo escucho una cosa (es una ilusión, es una ilusión, es una ilusión)
¡¡¡¡uuuuufffffffffff!!!!! ¡Gracias a Dios! Se acabó.