Cuando era pequeña me encantaba una serie de televisión, protagonizada por un bonito caballo negro, llamado Furia. Recuerdo que todos los días, cuando terminaba, yo cabalgaba también por las interminables praderas de Montana a lomos del sillón de cuero del salón. En esos momentos podía sentir en el corazón ese algo libre y salvaje, ese algo que habita en el alma cuando somos niños y que luego parece desaparecer. Entonces, todavía no sabía nada de esos pensamientos frenéticos que, como caballos desbocados ,a veces, levantan aparatosas polvaredas en las llanuras de mi mente. Nada tampoco sobre la locura de la mente humana, ni sobre esa historia falsa que el hijo del hombre se cuenta a sí mismo. Nada sobre ese "quiero que sea de otra manera" que a menudo adquiere apariencia de enorme pataleta cósmica. Ahora si lo sé, y también sé, que bajo toda esa ira, bajo todo ese alboroto y furia, cuando así lo permito, y no me empeño en que las cosas sean como yo quiero, entonces siempre, siempre, encuentro en mi corazón ese algo salvaje y libre y esa intensa alegría de cabalgar por la pradera, sobre las olas o por el espacio sideral.
No hay comentarios:
Publicar un comentario